La semana pasada viajaba en el autobús, absorta en pensamientos incoherentes y nada profundos, cuando mi espontánea felicidad se vio interrumpida por la reflexión todopoderosa de otro viajero. Este amable usuario del transporte público le comentaba a un compañero, en un tono algo resabio, que la publicidad es la disciplina que da soluciones que no funcionan a problemas que no existen.
Tras una dura semana de intranquilidad y de análisis profundo de semejante afirmación, debo decir que la visión del amable señor cada vez me parece más miope y arcaica. Está bien, quizás puedan acusarnos de crear necesidades donde no las hay, de adornar la realidad o de mostrar la versión más bonita de las cosas. Pero, ¿qué problema hay en ello?
Si echáis un vistazo a los anuncios que os propongo junto a este texto observareis que ser de la generación de los ochenta no es un problema, ni la Coca-Cola una solución para tal mal; que Aquarius no libra a nadie del corredor de la muerte, o que los calcetines no son una razón de suficiente peso como para preferir tener una hija a un hijo.
Sin embargo, existe cierta magia en todos ellos que nos conmueve, porque más allá de un producto, venden una filosofía de vida, contagian positivismo e invitan a la alegría. Y es que la publicidad ya no vende soluciones inútiles a problemas inexistentes, vende emoción. A veces la bombilla creativa se enciende para arrancar una sonrisa, para dejar buen sabor de boca o para recordar que “existen razones para un mundo mejor”. Es otra de las grandes técnicas para encontrar la inspiración, apelar a los sentimientos. Y funciona, créanme, porque como dice el gran Joaquín Lorente “sentir no es pecado. Es el orgasmo del intelecto” Y a todos nos gusta.
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